sábado, 5 de junio de 2010

Educación y democracia (y 2)

En los países occidentales los principios democráticos están presentes en la formulación de los textos legales y de los centros educativos, aunque en la realidad dichos principios se pueden considerar más un envoltorio que un contenido (Carbonell, 2001: 94). Existen grandes contradicciones que se concretan en las prácticas llevadas a cabo en las aulas y los centros, donde están presentes los comportamientos autoritarios o se da una escasa participación del alumnado y de los distintos sectores de la comunidad educativa. En las aulas debería haber una mayor comunicación e interrelación entre el alumnado y el profesorado, un mayor desarrollo de la cooperación en el aprendizaje, un impulso de los debates, una valorización de las asambleas… En la gestión de los centros debería contarse con equipos directivos coordinadores y dinamizadores de prácticas democráticas, a la vez se debería tener en cuenta una elaboración democrática de los currículos. Los centros educativos, así mismo, deberían propiciar una mayor y mejor inserción en los entornos socioculturales, potenciando la participación en los consejos escolares y promocionando formas innovadoras como las comunidades de aprendizaje.

En esta misma línea resultan oportunas las propuestas de nuevas prácticas docentes que superen el individualismo a favor de una comunidad de profesionales, que pongan el aprendizaje en el centro del proceso educativo, que sustituyan el trabajo técnico por la indagación, que pasen del control a la responsabilidad, del trabajo dirigido al liderazgo, de las preocupaciones del aula a las preocupaciones de toda la escuela… (García Vallinas: 12-14).

Ya en los años 80 Willfred Carr y Stephen Kemmis desarrollaron las ideas de Dewey en la línea de la conocida como teoría crítica de la educación. Para ellos la racionalidad y la democracia deben ser los componentes básicos de la teoría y práctica educativas, lo que conllevaría “la participación de la investigación por parte de aquellos cuyas prácticas constituyen la educación” (1988, p.186). Unos años más tarde el propio Carr ha desarrollado esta idea desde la propuesta de una ciencia crítica de la educación basada en la creación de “comunidades teóricas de profesionales de la educación comprometidos con el desarrollo racional de su valores y prácticas a través de un proceso público de discusión, argumentación y crítica” (1996: 155). De esta manera la ciencia de la educación estaría basada en una moral donde los valores racionales y los principios democráticos serían la base.

En el contexto de una economía capitalista globalizada más que nunca las organizaciones supranacionales, como la OCDE o el Banco Mundial, se han introducido de una manera directa en el núcleo de debate de las políticas educativas. La UNESCO ha quedado desplazada como el referente internacional de promoción de dichas políticas, dando paso a un nuevo lenguaje que se expresa mediante conceptos como “control, competitividad, libertad de elección de los consumidores, fijación del currículum en unos contenidos básicos, (…) educación subordinada a las demandas del mercado laboral o al éxito a los mercados abiertos” (Gimeno, 2009: 21). A lo largo de las últimas décadas se ha ido conformando todo un bagaje de términos con una clara orientación ideológica que ha ido asentando nuevos discursos para legitimar las políticas educativas. Es lo que se ha denominado también “una progresiva economización” de dichas políticas y “una notable empresarialización de la formación universitaria y de la investigación” (Torres, 2009: 163).

Los retos que tenemos por delante no deben extrapolarse de la realidad tan compleja en que vivimos. Una complejidad que se manifiesta en los distintos países según los niveles de desarrollo y los contextos culturales, y dentro de cada país, en los contextos concretos como pueden ser la diversidad espacial (región, medio urbano y medio rural, barrio) y socio-cultural (clase, grupo étnico, género…).

El horizonte que se ha abierto en la educación del siglo XXI está condicionado por todos los factores antes señalados. Mientras en los países más pobres el reto que sigue planteando es el de la escolarización universal, manteniéndose la gran falla económica y social resultado del desigual reparto de la riqueza, en los países desarrollados o los que están en vías de desarrollo, pese a haberse logrado un nivel de universalización de la escolarización aceptable, aunque en niveles y edades diferentes, lo cierto es que se sigue manteniendo esa falla social. Aun cuando el acceso a la escolarización desde los estratos sociales más desfavorecidos a niveles por encima de los obligatorios va en aumento, lo cierto es que “los estudios sobre la educación dejan en evidencia que los propósitos de asegurar la enseñanza universal, democrática y de calidad para todos los alumnos y las alumnas representan grandes desafíos, y que, salvo excepciones, estamos muy lejos de alcanzar esas metas” (Zidan, 2006: 1).

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Jesús Mª Montero Barrado

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