viernes, 4 de junio de 2010

Educación y democracia (1)

La palabra democracia, como una categoría política referida a una forma de administrar los asuntos públicos, alude etimológicamente al gobierno del pueblo, algo que ha tenido en distintos contextos históricos concreciones diferentes. Incluso en la actualidad es motivo de divergencia a la hora de caracterizar los distintos regímenes políticos, tanto los habidos en los dos últimos siglos como los de nuestros días. Y esa falta de acuerdo quizás refleje dónde ha de ponerse el acento principal a la hora de definirla. La ONU considera que su esencia está en “las elecciones nacionales periódicas libres, justas y transparentes”, para a continuación enunciar otros elementos como la existencia de procesos parlamentarios, justicia e imperio de la ley, derechos humanos, incluida la libertad de expresión y de asociación, participación de la sociedad civil, existencia de partidos políticos, acceso a la información y la transparencia, y administraciones ejecutiva y pública transparentes (UNDEF, 2005: 5-6).


Referirse a la educación como la entendemos en nuestros días es hacerlo en el doble sentido de proceso e institución. De esta manera puede haber un acuerdo de que es una práctica social surgida a lo largo del siglo XIX con el fin de moldear la formación de las futuras generaciones en el contexto de formación de los estados liberales. Si durante el periodo jacobino de la revolución francesa se abrió un camino que buscaba en la educación un instrumento de emancipación para conseguir “la igualdad de goces”, a lo largo del siglo XIX y parte del XX los estados harán “suya la idea de la educación como factor de integración política y de control social” (Puelles: 1993). Frente a esta concepción, que se fue plasmando en la creación de los distintos sistemas escolares en cada país, fueron surgiendo nuevas prácticas y teorías que pretendieron dar un enfoque diferente.


Las diferentes formas de concretar la práctica educativa quizás derivan en parte de la confusión existente sobre su etimología: ¿educere, es decir, hacer salir, conducir fuera de? ¿o educare, es decir, formar, instruir, guiar, criar, alimentar, producir…? Esa falta de acuerdo quizás refleje su correspondiente en el sentido que tiene que tener la educación, donde el papel que deben jugar quienes son educados o educadas resulta primordial. Para la UNESCO la educación es entendida como “el proceso global de la sociedad, a través del cual las personas y los grupos sociales aprenden a desarrollar conscientemente en el interior de la comunidad y en el beneficio de ellas, la totalidad de sus capacidades, aptitudes y conocimientos” (UNESCO, 1974: 154).


Entre los pioneros de las nuevas teorías y prácticas educativas se encuentra el estadounidense J. Dewey, para quién la práctica debe centrarse en los niños y las niñas. Para él “nunca educamos directamente” (Dewey, 1995: 28), sino en contextos concretos, como pueden ser las familias, las escuelas y la sociedad en su conjunto. La escuela constituye un “medioambiente especial”, al tener como finalidad expresa el influir en las disposiciones mentales y morales de sus miembros” (Dewey, 1995: 28). Su idea de la democracia no es sólo la de un sistema de gobierno, sino también la de “un modo de vivir asociado, de experiencia comunicada” (Dewey, 1995: 82). Es así como considera que el aprendizaje se debe basar en la experiencia y que la educación en sí misma “debe ser un proceso democrático de actividad guiado por el método científico” (Domínguez, 2005: 67).


La escuela se convierte, de esta manera, en un microcosmos donde sus protagonistas deben aprender todo aquello que le sirva para su formación intelectual y ciudadana. Algo que desde la conocida como Escuela Nueva (Dalton, Freinet, Montessori, Luzuriaga…) se fue desarrollando durante las primeras décadas del siglo XX en los distintos países occidentales. Influida por la teoría de Dewey, en su conjunto aportó y desarrolló nuevas teorías y prácticas según las cuales “la escuela debería ser una sociedad viva y sus planteamientos básicamente sociales” (Domínguez, 2005: 72). Desde esta concepción de la educación se empieza a trazar una línea de separación en relación al pasado, al que definieron como escuela tradicional. La influencia que estas teorías y personas tuvieron en los sistemas educativos que se fueron desarrollando en los países occidentales después de la Segunda Guerra Mundial fue importante. En las últimas décadas y en nuestros días el debate sobre la cuestión escolar sigue presente y donde se suceden y entremezclan en diferentes contextos culturales los cambios económicos y sociales, las demandas desde la sociedad, las políticas educativas de los estados, las teorías educativas que van emergiendo y las prácticas docentes.


En los años sesenta Paulo Freire planteó el dilema “la educación debe ser liberadora o domesticadora”. Para este pedagogo, inserto en las corrientes socialistas y comunitarista de América Latina, sólo una sociedad justa, “sin opresores y sin oprimidos”, es la que puede garantizar de partida una democracia plena. Su propuesta pedagógica busca la liberación de las personas oprimidas, pero advirtiendo de que esa liberación sólo puede obtenerse “en comunión”. Así se entiende su concepto de dialogicidad, como esencia “de la educación como práctica de la libertad”. Lo contrario, la antidialogicidad, se encontraría en la base de prácticas educativas manipuladoras y colonizadoras, que no dejan de ser la semilla de la opresión y de la injusticia.


En 1996 la UNESCO constataba como realidad cruda que “la educación básica tiene que llegar, en todo el mundo, a los 900 millones de adultos analfabetos, a los 130 millones de niños sin escolarizar y a los más de 100 millones de niños que abandonan la escuela antes de tiempo” (Delors, 1996: 19). Diez años después, en 2005, los datos seguían siendo más que preocupantes según un nuevo informe de la UNESCO (2006: 16-17), en el que se exponía que, pese a los progresos habidos, el número de personas adultas que no sabían leer ni escribir en todo el mundo era de 771 millones, de los cuales un 64% eran mujeres; o que “unos 100 millones de niños siguen sin estar escolarizados en primaria”, representado la niñas el 55% del total. Una realidad que el propio informe delimita de la siguiente manera: “El problema de la alfabetización tiene una dimensión absoluta y otra relativa, afecta en especial a los pobres, las mujeres y los grupos marginados, y es de mayor envergadura de lo que indican las mediciones convencionales”.


Las preocupaciones en los países más desarrollados se dirigen hacia la optimización de la formación de las personas a lo largo de toda su vida, dentro de un nuevo lenguaje y discurso centrado en la adquisición de las competencias. Presente cada vez más en los informes que vienen elaborando en los últimos años organizaciones supranacionales de diverso tipo (OCDE, UE, UNESCO…), su formulación se está presentando como la principal forma de afrontar los retos del nuevo siglo.


La democratización de las sociedades y con ellas la de la educación es un reto de gran envergadura, tanto en los países donde existen regímenes autoritarios como en los que disponiendo de instituciones y mecanismos democráticos, aún necesitan resolver contradicciones importantes que hacen que persistan violaciones de derechos fundamentales como desigualdades entre las personas.


La importancia que la educación tiene en los procesos de democratización resulta primordial. Igual que hace más de un siglo planteara Dewey, recientemente Edgar Morin (1999) ha hecho lo propio cuando dice que “la democracia es, más que un régimen político, la regeneración continua de un bucle complejo y retroactivo: los ciudadanos producen la democracia que produce los ciudadanos”. Pero ese mismo autor alerta de un riesgo, el que procede de lo que denomina tecnoburocracia, sobre la que dice que “los ciudadanos son rechazados de los asuntos políticos cada vez más acaparados por los “expertos” y la dominación de la “nueva clase” impide, en realidad, la democratización del conocimiento”.
(Jesús Mª Montero Barrado)

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